Una mañana de final de febrero. Temblorosos con el traqueteo del camión, por el vasto camino de pedernal que accede a la finca, han llegado, flexando como juncos salvajes, doblegados por la pesada bruma matinal.
Temerosos de abandonar el cómodo vivero y ansiosos por entender el caprichoso destino que les aguarda en la lóbrega falda de la sierra helada.
Cuatro pinos piñoneros, esbeltos y altaneros vienen desafiando las quebradas palmas canariensis de heridos troncos. Con su frondosa copa turgente y cimbreante , ciñen soberbios quiebros de tango o flamenco , mientras aguardan apostadas en sus vulgares tiestos a la espera de la siembra que los hará definitivos, simples y casuales pero triunfales reyes.
Luego el sudoroso cavar de los hombres para después presentar los negros mástiles que concederán la sólida estructura de su espalda.
Férreas vergas que guardarán el secreto de su frágil belleza de hoy.
Mañana , regalarán dulce frescor de corrientes y sombra, bajo el chasquido de escamas que quiebran la piel de sus fornidos troncos y el murmullo de miles de agujas movidas por el viento-.
Ingenuos ante el ingente esfuerzo de criarlos, bebedores de riego y de avara lluvia, anfitriones de las múltiples y atronadoras fiestas, místicos y silenciosos bajo la escarchada luna, testigos de estas pobres líneas y de las mejores suertes que escribirán sus futuros vecinos de la delicada sombra.
Árbol de mi vida, que serás de otros cobijo y aliento,
te ruego que mañana, estos suspiros de mortal anhelo ,
no los aniquile el peso del implacable tiempo,
a tí que seguirás aún ahí , cuando se pare el viento.